La fotografía como evidencia y crónica visual.
Por más de un siglo y medio, la fotografía ha venido proporcionando numerosas reproducciones de la realidad y ejerciendo una poderosa influencia en nuestra forma de interpretarla y percibirla. Asimismo, sigue siendo el medio más usual y representativo para documentar acontecimientos: desde lo más cotidiano hasta lo más relevante. Si bien la fotografía, al igual que la pintura, reproduce formas y figuras, a diferencia de esta última, nos permite ver todo lo que el ojo humano no puede abarcar puesto que la lente fotográfica se convierte en un ojo artificial que explora el mundo y propicia una relación más directa con la vida que la pintura. Para Roland Barthes, las fotografías actúan como “símbolos iconográficos” capaces de ser descodificados, interpretados y contextualizados. Asimismo, la fotografía puede tener múltiples acepciones: desde “photo graphein”, escribir con la luz, ateniéndonos a su etimología, hasta el poder de representar al mundo que nos rodea revelando y develando múltiples significados. Walter Benjamin señaló desde la década de 1930 que la fotografía es el ejemplo más genuino de “la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica” que nos muestra múltiples imágenes basadas en un proceso de reproducción química e industrial. Para Paul Strand, sin embargo, la fotografía es “el resultado de una intensidad de visión que produce la más completa realización de las potencialidades de un sujeto mediante los métodos de la fotografía directa”. El fotógrafo no sólo registra la realidad: también crea, y el mundo material es, en efecto, una manifestación externa del mundo espiritual que espera ser descubierto.  No obstante, más allá de sus múltiples acepciones, la fotografía es un producto cultural y como tal está relacionada con las imágenes del mundo que representa, hasta constituirse por derecho propio en una visión del mundo.

La huella humana y la intensidad de visión.
Después de ver las fotografías y leer el título de la exposición (Fragmentos), lo primero que se me vino a la mente fue el famoso poema de Alfonso Cortés originalmente titulado Detalle y posteriormente bautizado como Ventana, donde dice: “Un trozo de azul tiene mayor intensidad que todo el cielo”… pues las fotografías de Rodrigo González muestran detalles o fragmentos de la realidad donde está representada la naturaleza como la parte de un todo, al igual que un trozo de cielo azul visto desde una ventana. La hoja fragmentada habla por la planta; un tronco aserrado, por un árbol talado; un arroyo, por un río; arena y agua, por la costa del mar o la orilla de una laguna. La cámara fotografía no sólo objetos sólidos sino presencias, evidenciando las huellas que el ser humano ha dejado impresas en la naturaleza.

La división por grupos conlleva toda una lógica narrativa: detalles de texturas, los cielos, las playas, las caídas de agua, las superficies volcánicas, los árboles, las aves y la inevitable contaminación ocasionada por el ser humano. En todos ellos está presente la preocupación ecológica y el propósito de crear una crítica del paisaje como construcción cultural, presentando un mapa social de la vida contemporánea desprovista de todo el pasado romántico. Tal es el caso del arroyo de Cailagua y la Laguna de Masaya, donde las botellas plásticas y el polietileno reflejan una cultura basada en los desechos, carente de significado y coherencia, en la que el concepto de paisaje natural está en proceso de desaparición. El contraste entre los detritus urbanos y las flores o la sandalia y el pedazo de madera flotando en el agua, no puede ser más descorazonador, pues ambas fotografías reflejan una cultura transitoria y dislocada, dominada por elementos espurios. Igualmente sucede con el paisaje marino: la belleza de la playa se ve alterada por la llanta “todo terreno” y las imágenes revelan la falta de conciencia ecológica. Sin embargo, y pese a todo, en medio de la basura y los desechos, la belleza del paisaje natural lucha por retener su propia identidad y coherencia.

Los cielos, las nubes y el agua adquieren un valor protagónico dentro de las fotografías de Rodrigo González y en ellas muestra su preocupación por la luz al revelar los continuos cambios de color en el cielo y en las aguas, así como la búsqueda del momento preciso para lograr la forma ideal, transformando los detalles más triviales en un paisaje único dentro del tiempo y del espacio. Como un artista inspirado, muestra los cielos y mares en intensas franjas horizontales de color, donde compiten los rojos anaranjados y azules con la gama de los grises, convertidos en espacios evocadores de las pinturas de Mark Rothko. Igual de evocadoras resultan las estratigrafías de los volcanes que recuerdan las fuertes texturas de la pintura matérica. La trilogía forma, luz y textura es una constante mediante la cual cada elemento ha sido transformado en una presencia a partir de una condición ideal, convirtiendo el mundo externo en una fiesta visual.

A veces, algunas fotografías logran ser identificadas cuando el espectador está familiarizado con un determinado paisaje. Tal es el caso de los farallones cerca de Majagual, en el Pacífico nicaragüense, y las embarcaciones en la Bahía de San Juan del Sur, ambas tomadas bajo la luz difusa del atardecer reflejada en las aguas. Sin embargo, al artista no le interesa que se reconozca un paisaje determinado sino captar la belleza de las cosas a través de los pequeños detalles.   

El arte de mirar y la naturaleza de lo real.
Todas estas fotografías documentan y coleccionan todo aquello que Rodrigo González consideró que valía la pena rescatar y salvar. Se puede decir que detrás de los objetos se descubre tanto una verdad como la belleza de lo cotidiano o un hecho cultural. Asimismo, constituyen una notable reproducción de la realidad, al revelar más de lo que el ojo puede percibir y al hacer visible lo invisible a través de un lenguaje lleno de símbolos, captado por medio de la lente fotográfica.

Son fotografías que van más allá del contexto histórico, donde un simple detalle o un punto de vista inesperado se convierten en un paradigma visual y en un testimonio sobre la naturaleza de lo real, a partir del “momento decisivo” en que al apretar el disparador el fotógrafo logra capturar momentos únicos e irrepetibles y proyectar una dimensión filosófica y humanista.

Dra. María Dolores G. Torres
Historiadora de Arte

Managua, mayo de 2011